Hace unos días la sobrina del autor de este comentario dio a luz un robusto bebé que pesaba 3.65 kilos. El parto fue un tanto difícil y angustioso por cuanto se esperaba iba a ser de manera natural, pero ante determinadas dificultades surgidas en último momento en el bebé se tuvo que proceder a realizar una cesárea. Una operación que por vez primera hubo de experimentar mi familiar. Ambos procedimientos, natural o cesárea, como se sabe, no dejan de provocar a cualquier parturienta un insoportable dolor y angustia. Dolor y angustia que se ven aliviados por los profundos e indescriptibles sentimientos de amor, ilusión y esperanza que la madre tiene en el futuro ser que emerge a este mundo, a este su nuevo hogar. Un dolor que por más que haya preparación adecuada de la futura madre no deja de sentirse con fuerza.
Es así que el nacimiento de un nuevo ser nos trae al recuerdo las lapidarias sentencias bíblicas del Creador en el paraíso dirigidas a la mujer representada por Eva: “Multiplicaré en gran manera los dolores de tus embarazos. Con dolor tendrás tus hijos. Ansiarás a tu esposo y él te regirá”. (Génesis 3:16) Sin embargo, junto a ellas, también, el gozo esperanzador contenido en la exclamación lanzada por Jesús dirigiéndose a su madre momentos antes de expirar en la cruz: “¡Mujer, ahí tienes a tu hijo!”, y al discípulo que él amaba: “¡Ahí tienes a tu madre!”.(Juan. 19: 26 y 27) Un esperanzador mensaje que nos habla del reconocimiento del valor de la madre y el vínculo trazado entre ella y los seres humanos.
Y es que el nacimiento de un nuevo ser entraña un acontecimiento misterioso que combina un dolor indescriptible con un amor inconmensurable. En donde la madre prodiga el crisol bendito de su vientre para hacer realidad un maravilloso proceso de formación que comienza con la siembra de la semilla del amor, siembra que dará un fruto milagroso: la vida, que no es más que una prueba del infinito amor, del poder y generosidad del Divino Hacedor. En donde su maravillosa mano, como admirable orfebre, va dando forma e insuflando energía a aquella joya que luego de 9 meses, verá la luz del mundo, su nuevo hogar.
La Humanidad rinde hoy homenaje al insondable milagro de la vida como símbolo del amor Divino y a la madre como depositaria de la misma. La vida, como don y derecho esencial del ser humano. Un milagro que tenemos la obligación de cautelar. Cuyo nutriente esencial es la misión que a cada uno nos encarga el Señor.
Se dice que tras un ser extraordinario de la historia de la humanidad existe una gran mujer dando a entender que es la esposa el primer soporte de dicho ser, lo cual es una gran verdad; empero, es necesario precisar que antes que la esposa, fundamentalmente, es la madre pues en ella se inicia la vida, ella cuida de su crecimiento y desarrollo, ella moldea su carácter y forma su personalidad nutriéndole de los valores que lo harán grande y extraordinario, mientras que la esposa es el complemento que aparece cuando ya dicho ser ha sido formado.
Si bien la base y célula inicial en que se sustenta el edificio de la sociedad es la familia, esta tiene como núcleo a la madre y en ella recae la enorme responsabilidad de contribuir al avance o al retroceso de dicha sociedad. Y lo es, porque desde el nacimiento ella es la primera maestra, la primera educadora, la primera amiga, la primera confidente, la primera protectora, la primera sembradora de valores, luego, dicha tarea es asumida en mancomunidad de esfuerzo con el padre.
El rol de la madre, pues, como elemento básico de la sociedad debe ser reconocido por todos. Ella tiene deberes que cumplir, pero también derechos que usufructuar. Ella es símbolo de amor sublime, abnegación, perdón y esperanza.
Este día señalado por nuestra comunidad para rendirle homenaje que sea un motivo de reflexión para revalorar la misión y trascendencia de ser madre. Asimismo, la oportunidad es propicia para expresar nuestro sincero saludo a todas las madres del mundo de preferencia a las madres huamachuquinas y del ande liberteño. Felices los que la tienen todavía a su lado.
Resignación para quienes, como el autor de esta nota, ya no la tenemos físicamente pero si la tenemos en el altar bendito de nuestro corazón, rodeada de las fraganciosas flores de nuestra eterna gratitud y amor.