Escribe: Mario Vargas Llosa
Premio Nobel de Literatura
Una sola vez asistí a una función de El Living Theatre, en los años sesenta, cuando la compañía formada por Julian Beck y Judith Malina era una de las célebres instituciones de la llamada contracultura, en Nueva York. Como ellos rechazaban Broadway, al que satanizaban por su espíritu de lucro, tuve que tomar un metro interminable, salir de Manhattan y luego caminar por barrios desconocidos hasta dar con el auditorio gigantesco donde tenía lugar el espectáculo. Atestaban el recinto algunos hippies pero, sobre todo, neoyorquinos exquisitos, bohemios, frívolos y de muy altos ingresos.
En el escenario había entre veinte o treinta bultos que eran seres humanos en posición fetal. Veinte o treinta minutos después de comenzado el espectáculo no se habían movido todavía aunque, de tanto en tanto, emitían unos murmullos y parecían estremecerse. Resistí cerca de tres cuartos de hora esta ceremonia prenatal y escapé, encolerizado y aburrido. Pero confieso que, pese a todo, me hubiera quedado hasta el final si hubiera leído entonces el libro de Carlos Granés, La invención del paraíso. El Living Theatre y el arte de la osadía (Taurus), que acaba de aparecer, en el que reconstruye con rigor y cariño las aventuras y desventuras de aquella compañía a la que, me temo, ya pocos recuerden.
Julian y Judith eran inocentes, arriesgados, ingenuos, frívolos, generosos, dotados de una pizca de locura y creían que el teatro podía ser el instrumento revolucionario adecuado para liberar a la humanidad de sus taras e injusticias. Habían leído a Artaud, Kropotkin y Sacher-Masoch, y de ese revoltijo intelectual habían concluido que la primera batalla por ganar era la liberación sexual, practicando la promiscuidad y el “desarreglo de todos los sentidos”, para pasar luego a las grandes reformas sociales, aunque nunca tuvieron claro en qué debían consistir estas reformas, salvo en que el capitalismo era la madre de todos los vicios. Eran pacifistas y anarquistas y por ello tuvieron distanciamientos y querellas con ciertos grupos y movimientos de acción directa como los Panteras Negras y los estudiantes que, en los años sesenta, pusieron a Berkeley y a otras universidades de California de pies a cabeza.
Había en ellos algo insolente, juvenil (pese a haber dejado atrás la juventud hacía tiempo), revoltoso y simpático, pero, como artistas, su talento era, para decirlo con amabilidad, mucho menos original y creativo que sus disfuerzos personales. Carlos Granés describe con detalle y mucho afecto los espectáculos que montaron, alegorías y rituales de inextricable simbolismo, en los que lo único que quedaba claro para el espectador común y corriente era que los actores, además de ponerse en pelotas con frecuencia e insultarlo a ratos y a ratos acariñarlo, lo exhortaban a vivir, a soñar y a cambiar esta vida por otra, tan evanescente y huidiza como un espejismo en el desierto. Tuvieron algunos éxitos, más en Europa que en Estados Unidos, pero la gran gira que emprendieron por todo el Oeste norteamericano fue un puro desastre; pasaron hambre, se quedaron sin dinero para seguir viajando y, en San Francisco, escenario en esos días de la revolución estudiantil, representaron sus obras ante auditorios ralos y escépticos.
Su gran aventura –y desventura– fue el viaje a Brasil, en 1970. El país padecía, desde 1964, una dictadura militar que duraría veintiún años y que, muy dentro de las costumbres autoritarias latinoamericanas, sería represiva, censora, corrupta, torturadora y criminal. Nadie me lo va a creer, pero –les ruego que lean el libro de Carlos Granés y verán que es cierto– Julian Beck, Judith Malina y su pequeño grupo, que no hablaban portugués y probablemente no sabían del gigante brasileño otra cosa que allí había una satrapía y se bailaba la samba, desembarcaron en Sao Paulo en julio del año 1970 decididos a salvar al pueblo brasileño de la opresión montando espectáculos teatrales inspirados en las teorías del teatro de la crueldad de Antonin Artaud y las muy mediocres novelitas del escribidor austríaco cuyo apellido sirvió para llamar masoquismo a quien goza sexualmente padeciendo la sumisión y recibiendo castigo.
No consiguieron su objetivo, desde luego, y más bien se libraron de milagro de que los gorilas brasileños los sometieran a su tortura favorita, el pau de arara –palo de loro–, de la que sí fueron víctimas otros actores seguidores de sus teorías que no tenían un pasaporte norteamericano ni un cónsul que se interesara por su suerte. Pero sí fueron a la cárcel, acusados de pervertidos y drogadictos y es probable que se hubieran pasado unos años allí a no ser por la formidable campaña de escritores, políticos y personalidades eminentes del mundo entero que bombardeó a la dictadura brasileña pidiendo su liberación. Asustados con esta movilización, los generales –que no podían entender por qué se interesaba medio mundo en defender a unos locos degenerados que habían convertido su casita en Ouro Preto en un partouze frenético e ininterrumpido– optaron por expulsarlos de Brasil y devolverlos a Estados Unidos mediante un decreto que los llama subversivos y narcómanos y que es un monumento a la confusión y la estupidez que no tiene desperdicio.
Las páginas que describen las aventuras y desventuras del Living Theatre en Brasil en el libro de Carlos Granés parecen una de esas novelas de lo que se llamó “el realismo mágico”. Tenían el proyecto de montar una obra inspirada en Sacher-Masoch, El Legado de Caín, que se vio obstaculizado por múltiples infortunios, y terminaron visitando las favelas, donde apenas dieron un puñadito de espectáculos, pero se fascinaron con los terreiros donde se oficiaban rituales mágicos de origen africano y Judith Malina se convirtió en una practicante tenaz del rito umbanda, que la hacía “volar” en viajes psicodélicos más divertidos que los neoyorquinos. Ella parece haber sido la más arriesgada de toda la troupe, porque, al mismo tiempo que aquel retorno a lo primitivo, se lió con un argentino, Osvaldo de la Vega, fiel discípulo del autor de La Venus de las pieles, que la flagelaba, le perforó los pezones con ganchos, llegó a clavarle la punta de un cuchillo en el hombro y acaso la hubiera matado si ella no reacciona y renuncia a tiempo a esos experimentos peligrosos.
¿Qué queda de todo aquello? Carlos Granés dice que, en tanto que en Estados Unidos, una sociedad abierta, lo que hacía El Living Theatre podía parecer un juego sin mayor trascendencia para burgueses refinados, en una dictadura tercermundista abría un espacio de libertad sexual, social y artística, que, por pequeño que fuera, por lo menos irritaba al poder y daba a algunos sectores, sobre todo de jóvenes, la esperanza de un cambio radical a aquello que padecían. Aunque soy algo escéptico al respecto, me gustaría que esta tesis fuera cierta.
Madrid, mayo de 2015
(la república)