ESCRIBE/FOTOS: ÓSCAR PAZ CAMPUZANO
Marcahuamachuco es la huella más visible del hombre andino en La Libertad. Sus herederos más cercanos, un grupo de agricultores, luchan por evitar que desaparezca.
Arriba, a más de 3,500 metros de altura, el viento sopla fuerte entre los muros y la neblina cae sin
avisar. Los que están en el lugar sienten cómo el frío penetra hasta sus huesos, mientras la fina llovizna acaricia sus rostros.
Alrededor, todo se oculta tras la densa cortina blanca. Nadie puede ver más allá de algunos metros.
En medio de ese cúmulo de nubes frías, sobre la montaña verde y cerca de donde varias ovejas pastan, una joven mujer andina con nombre citadino, Susana Anticona, escarba la maleza que durante siglos creció en un sagrado territorio de piedra, construido en un lejano caserío de La Libertad. Lo llaman Marcahuamachuco, como la pequeña localidad asentada a pocos kilómetros. Ese lugar, que podría ser, según los investigadores, un antiguo centro militar o un importante templo de adoración de hace 1,500 años, padeció en carne propia los azotes de la naturaleza y el tiempo. El panorama es elocuente. Se repite una y otra vez. Murallas de hasta 10 metros de alto que resguardan largos pasadizos, pero también estructuras derrotadas sobre la vegetación. Lo último es muy frecuente. Susana lucha para impedirlo.
Hace poco menos de un mes se dedicaba solo a sembrar y a cosechar para vivir o, mejor dicho, para sobrevivir. Lo hizo desde chiquitita. Ahora, a sus 18 años, ya no espera el fin de la temporada para llenar sacos de papa, cebada, maíz, oca o trigo; sino que todas las mañanas, de lunes a sábado, toma alguna muralla y escarba aunque el frío le congele el cuerpo y, con su pollera multicolor y chaleco fosforescente, desaparezca en la niebla que cruza la meseta.
Veinte minutos a pie separan el sitio arqueológico de su casa, que como todas alrededor debe ser una construcción precaria de adobe y techo a dos aguas. Allí vive junto a sus padres y a sus siete hermanos. Un día le propusieron trabajar para la Unidad Ejecutora 007, que tiene la misión de salvaguardar el complejo arqueológico. Ella aceptó. Fue hace un mes. Entonces, dejó chacras y ovejas para sustituirlas por cascos, guantes y herramientas que al principio no supo para qué servían. Le enseñaron lo que tenían que saber y, sin perder tiempo, se sumó al rescate.
Según sus propias palabras, lo que hace es cuidar las ruinas y los especialistas dicen que es difícil saber qué tanto ha desaparecido. Sin embargo, en algo coinciden: hay mucho por hacer y Susana lo ha escuchado demasiadas veces. Probablemente, eso le borró la sonrisa de oro que esporádicamente exhibe cuando trabaja. No muy lejos está su tía, una mujer de más edad y no necesariamente con más experiencia en lo que llaman conservación preventiva. Contándolas, son 30 los pobladores involucrados en el proyecto. Siete mujeres y el resto hombres. Ellos son parte solo de los trabajos iniciados en el sector Las Torres, explica la conservadora Deysi Dextre. La tarea principal consiste en eliminar la copiosa vegetación de los muros para evitar que colapsen. Para ejecutar las obras en los otros dos sectores, llamados El Castillo y Las Monjas, se tendrá que juntar a prácticamente todo el caserío y entonces los campos de cultivos deberán
esperar un poco. Primero, habrá que salvar lo que esta comunidad andina heredó de sus ancestros, tal vez el único motivo para atreverse a llegar hasta aquí, en donde el corazón brinca de emoción, aunque el aire falte y la lluvia sobre.
Todo lo que viste Susana –la chompa verde oscuro, los zapatos sucios de barro, el sujetador rojo– lo compró en el distrito de Huamachuco, capital de la provincia de Sánchez Carrión. Esa ciudad, rejuvenecida por los milesde dólares que arrojan sus minas, es parada obligada para quien quiera llegar hasta el monumento. Desde allí hay solo 20 minutos cuesta arriba, por un camino que zigzaguea raudo entre precipicios y montañas. Para Susana, que vive en el caserío, el camino es
cuesta abajo. Está segura de que al terminar su primer mes de empleo formal y recibir el primer sueldo de su vida, bajará a la ciudad para comprar cosas que, como agricultora, nunca hubiera podido tener. Alguna vanidad que la pobreza le prohibió, algún sueño que esperó cumplirse bajo la frazada que la protegió durante años.
Para felicidad de muchos, esta historia se repetirá treinta veces y puede que llegue a más. En la comunidad ahora se respiran nuevos aires, aunque algunos problemas aún persistan. Por ejemplo, muchas de las cuarenta familias del lugar tienen pequeñas parcelas de cultivo en el sitio arqueológico y aún siguen llevando a sus animales para que pasten cerca de las murallas. Sin embargo, hay quienes ya han dejado de hacerlo. El antropólogo Pedro Chuquipoma, encargado del trabajo con la comunidad, dice que el proceso de adaptación será lento, pero en algún momento se dará. "Entenderán que Marcahuamachuco es suyo, que deben cuidarlo y protegerlo. Por lo pronto, ya hemos ingresado al caserío capacitándolos y dándoles un nuevo empleo en donde más nos conviene a todos. En el rescatedel sitio", dice.
El libro de visitas, hasta marzo de este año, no registró más de 1,600 ingresos, pese a que el monumento ya tentó un lugar entre las siete maravillas del Perú. Guillermo Rebaza, director de la Unidad Ejecutora, señala que por el momento prefieren un flujo de turistas reducido porque el complejo no está preparado. Él espera que con la conservación, investigación y acondicionamiento del circuito, las cifras se disparen. Mientras tanto, la población no desfallece. Sigue trabajando como toda la vida lo ha hecho; solo que esta vez tiene un motivo más para hacerlo: impedir que la
historia de sus ancestros se borre ante sus ojos y en las propias entrañas de su adorable pueblo.
(Imagen MPSC)