Por: César Lévano
Trece días después de la matanza de tres mineros ilegales en Puerto Maldonado y 24 horas después de la entrevista en que el Presidente Ollanta Humala declara: “Yo tengo una forma de resolver los conflictos sociales que es en base al diálogo”, las balas han vuelto a tomar la palabra. De resultas de un enfrentamiento con la fuerza pública, han muerto dos jóvenes de Sechura.
Una vez más, el conflicto es ambiental. El Frente de Defensa de la Bahía de Sechura había acordado el 26 de marzo un paro indefinido para exigir que se reprograme una audiencia pública respecto de una empresa petrolera que proyecta trabajar en la caleta de Puerto Rico, Bayóvar.
El lunes, el paro había sido pacífico. Raúl Salazar, director de la Policía Nacional del Perú, asegura que el martes los pobladores se pusieron agresivos. No está claro el origen de ese cambio de talante, de un día para otro.
A falta de información más precisa, cabe la conjetura de que el Gobierno, probablemente el presidente del Consejo de Ministros, Óscar Valdés, ordenó reprimir a los manifestantes. Más de una vez, él se ha declarado proclive a las medidas fuertes.
El Congreso de la Nación debiera exigir una investigación a fondo sobre las muertes de Puerto Maldonado y Sechura. No es posible que, contrariamente a la postura dialogante expuesta por el primer mandatario, se ceda la palabra a las armas y el balazo.
Los dos casos trágicos implican una línea de conducta, una táctica, que desmiente las palabras del Presidente.
¿Hay una disparidad central en el seno del régimen? ¿Qué persiguen quienes prefieren el balazo al diálogo?
Una investigación severa puede esclarecer el peligroso caso de esquizofrenia política. Están en juego la paz de la República, la seguridad de los ciudadanos y quizá la estabilidad misma de la institucionalidad.
Hace 89 años, el 23 de mayo de 1923, una protesta contra el uso politiquero, reeleccionista, de la religión, produjo la muerte de un estudiante y un obrero. Fue el preludio de una larga dictadura y el germen de una guerra civil que desangró al país en los años 30 del siglo XX. Tras ese crimen, el dirigente estudiantil Víctor Raúl Haya de la Torre, recorrió el jirón de la Unión, pálido, colérico invocando a gritos uno de los diez mandamientos del catolicismo: “El quinto: ¡no matar! El quinto: ¡No matar!”.
Ese mandamiento debería grabarse en bronce en los muros del Palacio presidencial, de la Presidencia del Consejo de Ministros y del Ministerio del Interior.
Las muertes repetidas y la naturaleza ambiental de muchos de los conflictos sociales deben suscitar en las altas esferas del poder, incluido el Congreso, un examen procesal, con la mira de encontrar mejores métodos para resolver conflictos y evitar que los choques locales conduzcan a una violencia general.(la primera)