Escribe: Mario Vargas Llosa
Desde hace 27 años Patricia y yo venimos a ayunar cada verano en una clínica de Marbella. Lo hicimos la primera vez por una amiga que hablaba con tanto entusiasmo de la experiencia que nos picó la curiosidad. Nos gustó y no podríamos ya privarnos de estas tres semanas de agua, ejercicios, natación, caminatas y sopitas. Algo bueno debe tener el ayuno cuando su práctica forma parte de la historia de todas las religiones occidentales y orientales. Pero, tal vez, asociarlo estrechamente a lo espiritual lo recorte demasiado y lo desnaturalice. Si se trata de entender o buscar los trances de los místicos, mejor leer a santa Teresa de Ávila y a san Juan de la Cruz que venir a la Clínica Buchinger.
En mi caso, el ayuno tiene por finalidad desagraviar a mi pobre cuerpo de las duras servidumbres a que lo someto el resto del año, con los viajes, jornadas de trabajo exageradas, compromisos sociales —los horribles cócteles— y culturales, así como las demás tensiones, preocupaciones, sobresaltos y desvelos de la vida cotidiana. Aquí me acuesto temprano y me levanto al alba, dedico todas las mañanas al deporte y las tardes a escribir y a leer. Mientras uno ayuna la concentración y la memoria se debilitan, pero, aun así, en la paz de estos suaves atardeceres, a la sombra de la misteriosa mole de La Concha, la montaña a la que Marbella debe su clima privilegiado y la belleza de sus jardines, he escrito siempre con más felicidad que en cualquier otra parte.
Perder los kilos que a uno le fastidian es una de las buenas consecuencias del ayuno, pero de ninguna manera la más importante. La principal, me parece, es la sensación de limpieza y la ecuanimidad que suele alcanzar quien priva a su cuerpo de alimento y de este modo lo induce a alimentarse de aquello que le sobra. Para que ello ocurra el ayuno solo no basta; es preciso una intensa actividad física que estimule aquel proceso. Aquí hay ejercicios para todos los gustos, pilates, aeróbicos, montañismo, variedades de yoga. Si yo tengo que elegir una sola de esas actividades, me quedo con el qi gong.
No lo he estudiado y, la verdad, no tengo mucho interés en averiguar su tradición y su filosofía pues me temo que, si me aventuro a rastrear ese aspecto teórico del qi gong, me encontraré con una de esas mucilaginosas retóricas bobaliconas y seudorreligiosas con que suelen autodignificarse las artes marciales. Me basta saber que es una práctica china milenaria, que en algún momento remoto se independizó del tronco común del tai chi y que, además de ser exactamente lo contrario de un “arte marcial”, de algún modo difícil de explicar, pero evidente para quien lo ejercita cada día, tiene íntimamente que ver con el sosiego individual y, como proyección máxima, con la civilización y la paz.
Hay que tener mucha paciencia y confianza al principio para dejarse seducir por esos movimientos tan lentos y espaciados que, al novato, no le parecen de entrada más que una forma distinta de respirar a la que está acostumbrado. Mi mujer, por ejemplo, la impaciencia y el dinamismo encarnados, se aburría tanto en las sesiones que lo abandonó por otros deportes más belicosos. Pero esa infinita lentitud con que uno mueve los brazos y las piernas, el torso y la cabeza y va pasando de una a otra de las posturas del qi gong es precisamente una de las técnicas de que este arte se vale para conseguir que el practicante vaya eliminando esas tensiones instintivas y efervescentes que son la raíz de las violencias humanas. Se trata, como en cualquier otro empeño creativo, de buscar la perfección. Por eso conviene hacerlo frente a un espejo. Allí la imagen nos revela que, por más esfuerzo que pongamos a fin de alcanzar la armonía, la elegancia, el equilibrio y la belleza de un movimiento sin tacha, siempre nos quedaremos por debajo del ideal. Y también que, para acercarse a él y tratar de conseguirlo, la concentración mental es tan importante como la destreza física. Esta es una manera muy concreta y al alcance de cualquiera de descubrir un principio fundamental: que la forma crea el contenido no solo en el dominio de las artes y las letras, sino también en la vida rutinaria de las personas, y que todo aquello que se emprende con la serenidad y la perfección coreográfica de las posturas del qi gong constituye una forma sutil de belleza.
Digan lo que digan, las artes marciales no son inocentes: quieren aprovechar lo que hay de primitivo y bestial en el ser humano para convertirlo en una máquina de matar, perfeccionar su innata violencia en bruto en una fuerza destructiva organizada capaz de aniquilar al adversario, así como, de un solo golpe, el brazo musculoso del maestro puede partir en dos una pila de ladrillos. El qi gong, en cambio, quiere liberarlo de esa agresividad congénita y hacerlo descubrir que la vida podría ser mejor si, a la vez que descargamos la ferocidad que nos habita, cada una de nuestras acciones es realizada con la delicadeza y la calma con que ejecutamos los movimientos que conforman su práctica.
Esos movimientos tienen, todos, bellas metáforas que los describen. Apartar las manos es “separar las aguas”, empinarse con los brazos en alto y los pies bien asentados en el suelo “sujetar la tierra y el cielo para que no vayan a chocar”, pasar las manos de arriba abajo frente al cuerpo “bañarse con la lluvia”, girar sobre sí mismo convertirse en “un árbol mecido por el viento”, o, bien quietos, el organismo invadido por una tierna tibieza, “sentir” la columna vertebral, los latidos del corazón, el fluir de la sangre. Gracias a esa quieta danza, el aire que respiramos no solo llega a los pulmones, sino que circula por todo nuestro cuerpo de la cabeza a los pies.
Una sesión completa de qi gong no dura más de media hora y está al alcance de todas las edades y todas las condiciones físicas, aun las más estropeadas. Al terminar se siente una extraordinaria placidez física y mental, como si el maltratado cuerpo nos agradeciera haberle dedicado, en ese breve espacio de tiempo, tanta atención, tanto cariño respetuoso. No conozco mejor remedio para el mal humor o la desmoralización, los nervios rotos o los arrebatos de furia, esos estados de ánimo en los que la vida parece no tener sentido ni justificación. Curiosamente, de una sesión de qi gong tampoco salimos exaltados y bailando de alegría, sino tranquilos, mejor dispuestos, más equilibrados para enfrentar lo que venga, y, también, más conscientes de que la vida, pese a lo que hay en ella de incomprensible y doloroso, es la más hermosa aventura.
Ese es, en último término, el camino de la paz y la civilización: embridar a la bestia despiadada, ávida de deseos —algunos elevados y otros sanguinarios, como explicaron Freud y Bataille—, que también arrastramos dentro y que, cuando escapa de los barrotes en que la civilización y la cultura la mantienen sujeta, provoca los cataclismos de que está jalonado el acontecer humano.
Mi primer maestro de qi gong fue un médico cubano que lo había aprendido en China y que pasaba todas sus vacaciones allá, perfeccionando su técnica. La segunda es Jeannete, una joven alemana, tan grácil y flexible que, en el curso de las sesiones, me parece, en medio de los giros y evoluciones, siempre a punto de levitar o desaparecer. Acompaña las prácticas con una música china discreta, lánguida y repetitiva, y su voz va, más que ordenando, persuadiendo a los neófitos que se abandonen al absorbente ritual en pos de salud, belleza y serenidad.
A mí me ha convencido. Al extremo de que me atrevo a soñar que si los miles de millones de bípedos de este planeta dedicaran cada mañana media hora a hacer qi gong habría acaso menos guerras, miseria y sufrimientos y colectividades más sensibles a la razón que a la pasión —que ya no es imposible— podría terminar despoblándolo.
(la república)