Uno de Italia y otro de Polonia. Roncalli de familia campesina, viene de campo adentro y trae ya ‘olor a oveja’; sentido de familia; de trabajo duro. El otro, Wojtyla, un hombre carismático, un obrero de canteras de piedra que se preparó clandestinamente para el sacerdocio. Los une que los dos pasaron por la silla de Pedro en Roma y la canonización el mismo día.
Con la canonización de Roncalli y Wojtyla, se canonizan personas y no tiempos ni situaciones históricas, pontificados. Se canonizan seres humanos que dentro de sus limitaciones y talentos respondieron de manera heroica a la llamada de Jesús. Lucharon por ser fieles a la generosidad del amor y la misericordia del Señor y por eso se los propone como modelos de seguimiento de Jesús y se los reconoce como intercesores.
Roncalli y Wojtyla abrieron puertas en la Iglesia, salieron, intentaron el diálogo. Bergoglio como Cardenal y como Papa insistió siempre en la necesidad del trato personal con Jesús, para salir con Jesús puertas afuera. Descentrado el misionero de sí mismo, descentrada la Iglesia de si misma, por tener el centro en Jesucristo que sale a los pobres y débiles para llevar el amor, la misericordia de Dios. Es el Espíritu del discípulo misionero. Jesús envió a sus discípulos “vayan por el mundo y hagan que todos sean discípulos míos bautizándolos”. Y Wojtyla salió, recorrió el mundo para encontrarse con la gente de Jesús. Se acercó a la gente con mucha humanidad y así acercó a Jesús a la gente, acercó la Iglesia.
Jesús pidió a los discípulos en el Cenáculo la comunión de la unidad: como yo estoy en el Padre y el padre en mí, así, que todos sean uno para que el mundo crea. La unidad, la comunión, es como la condición de posibilidad de una evangelización; del contagio de la alegría del Evangelio. Y esta comunión se expresa de manera particularidad en la colegialidad de la Iglesia, un tema importante para el Concilio Vaticano II y para Bergoglio. Y no cabe duda que Ángelo Roncalli fue un instrumento del Espíritu de Dios con la convocatoria al Concilio. También muy humano y cercano al pueblo, a la gente. Un hombre de diálogo.
Aunque no se canonizan pontificados sino personas, es difícil separar estas personalidades de su condición de pastores del Pueblo de Dios, con el Pueblo de Dios, entre el Pueblo de Dios. Junto a la infalibilidad papal sobre lo que hay que creer y obrar como cristianos, está la infalibilidad del Pueblo de Dios que no se equivoca en el modo de creer, en el modo de manifestar su fe en el Hijo de Dios Jesús de Nazaret. Roncalli y Wojtyla han hecho visible al mundo entero la Iglesia universal con el Concilio, con los viajes misioneros; han palpitado con la gente, entre la gente, para la gente.
Wojtyla, compartiendo la fe en Jesús, se hizo uno con el modo de expresar la fe de tantos miles de personas, que en distintos lugares del mundo tuvieron con él una experiencia de Iglesia. Y son tantos los que a través de Roncalli y con Wojtyla han conocido a este Jesús de la gente, Jesús del pueblo; se han sentido llamados a su seguimiento, a la oración, al testimonio cristiano de vida.
Los dos se ganaron el cariño de la gente. Es el Papa “bueno”, recuerdo bien que me dijo mi madre a la muerte de Juan XXIII, y me quedó. Y qué joven no se entusiasmó con Juan Pablo II que hacía fiesta cantando con los jóvenes esa canción que habla de Jesús que viene a la orilla, me mira a los ojos, dice mi nombre sonriendo y me llama a seguirlo.
Jesús bueno, Hijo del Padre misericordioso, que nos mira a los ojos y nos llama por el nombre, es una bella imagen de aquel a quien Ángelo Roncalli y Carol Wojtyla entregaron sus vidas con coherencia, generosidad y amor. Ellos transparentaron; hicieron visible a este Jesús bueno que llama por el nombre. Un Jesús que también hoy quiere atraer a todos hacia sí con su amor para curarnos del mal y llenarnos con la fuerza de su vida plena.
Por eso, más allá de todo, si miramos bien, entiendo que lo más profundo y genuino de estas vidas y personalidades aparece Jesús, que es el más importante, que es el centro; ese Jesús que nos mira a los ojos y nos llama por nuestro nombre. Ese Jesús que nos ama y nos perdona. (radio vaticana)