Por: Dionicio Mantilla León
Y el sueño se hizo una hermosa realidad. Perú gano el partido de repechaje a Nueva Zelanda por 2 a 0 y, ahora sí, el mal recuerdo de 36 años de ausencia de un mundial de fútbol quedó atrás como un maleficio que debemos olvidar. Ahora, lo que queda es vestirnos de optimismo y responsabilidad para hacer un buen papel en la lejana Rusia el próximo año.
Fueron dos años de angustia en reñidos encuentros contra varios hermanos países de América del Sur para lograr la clasificación que devino en llegar el día miércoles 15 a este repechaje que significó una lucha bíblica de David contra Goliat: Neozelandeses de enorme estatura frente a nuestros jugadores, la mayoría, de pequeña estatura. Una pequeña falla física que sin embargo fue cubierta exitosamente por habilidad futbolística, picardía y, sobre todo, un grande amor a la blanquiroja, vale decir a la amada patria.
Concluye un trascendente evento deportivo que aparte de las bondades señaladas deja hermosas lecciones y un generoso crisol de valores inconmensurables entre ellos el fortalecimiento de nuestra identidad nacional. Nunca como en este evento deportivo se ha podido sentir el orgullo de 32 millones de peruanos de llamarse peruanos y de tener conciencia de pertenecer a un país como el nuestro pródigo en riquezas invalorables.
Nunca, a lo largo de nuestra historia, hemos podido sentir vibrar de emoción nacional, observando a niños, jóvenes y adultos vestirse orgullosamente de camisetas, gorros y todo aditamento que sirviera para testimoniar el orgullo de llamarse peruanos. En calles, plazas, escuelas, universidades, cuarteles, foros, todo escenario ha sido valido para exteriorizar el sentimiento nacional. Desde Tumbes hasta Tacna; desde Trujillo a la enmarañada selva; desde nuestras rumorosas playas hasta la agreste y solitaria frontera todo ha sido una sola exclamación: ¡Arriba Perú” y ¡Sí se puede! Una indiscutible muestra de que el deporte es un magnífico eslabón de fraternidad.
Y en medio de este firmamento de dicha se une algo mucho más meritorio que hace vibrar las más profundas fibras de huamaquinismo. Es el magnífico desempeño de aquel pundonoroso jugador de pequeña estatura, pero con alma y corazón de gigante, Cristian Cueva, aquel aplicado alumno del centenario Colegio San Nicolás que en esta última noche hizo frotar una vez más la maravillosa lámpara de Aladino que brilló como nunca cuando luego de propiciar el gol de Jefferson Farfán se quiebra de emoción recordando a su familia, pero, también, a ese otra familia grande, aquel hermoso hogar que allende los andes de La Libertad lo cobijara durante muchos años y le diera la oportunidad de forjar su personalidad y de ser lo que hoy es.
Un hogar edificado en las indómitas tierras de Huamachuco. Sí, en medio del júbilo nacional se le oyó decir a Cristian Cueva por la TV: “EN ESTE DÍA DE TRIUNFO Y REGOCIJO DEBO AGRADECER A MI PUEBLO, HUAMACHUCO Y A TODOS LOS QUE HAN CONTRIBUIDO A HACER LO QUE AHORA SOY! ¡GRACIAS HUAMACHUCO! Cálidas frases que dicen mucho del alma de gigante de un deportista cabal, idóneo y responsable destinado a ser mucho más grande cada día siempre llevando en alto el recuerdo de su querido pueblo huamachuquino y mucho más alto los colores blanquirojos de la Patria. Y así, en medio del júbilo que vive el país, se oyó a nivel nacional como el tronar andino el rutilante nombre de Huamachuco de labios de uno de sus hijos.
Ha culminado la primera etapa de la jornada que unió al pueblo peruano. Nos espera otra y allí estaremos nuevamente los peruanos para henchir nuestros corazones y para lanzar a todo pulmón y una peruanísima exclamación ¡GRACIAS MUCHACHOS! ¡¡¡ RUMBO A RUSIA 2018!!!