Escribe: Mario Vargas Llosa
Premio Nobel de Literatura
El monasterio está rodeado de montañas y de bosques que, en este pleno otoño, exhiben sus colores cobrizos y dorados con orgullo. La parte más antigua del local, la del altar, es románica, del siglo XI, y el resto de la iglesia un gótico del XVI. El enorme edificio ha sido deshecho y rehecho varias veces pero las viejísimas piedras siguen siempre allí, enormes, inmortales, preservando el silencio.
Es lo que me impresiona más, fuera de la regla de San Benito, escrita en el siglo sexto, que sigue regulando el funcionamiento de éste y todos los monasterios benedictinos en el mundo; con algunas adaptaciones a la época, claro está, como la supresión de los castigos corporales y la exclusión de los niños abandonados que, por lo visto, recogían las comunidades medievales. Hay veintiún monjes, tres de ellos novicios, en éste en el que paso cuatro días, una experiencia que deseaba tener desde que leí La montaña de los siete círculos, de Thomas Merton, hace muchos años. El abad está contento porque hay otros tres posibles novicios en perspectiva. La continuidad del monasterio parece, pues, asegurada.
El silencio es tan intenso que se lo escucha y, cuando uno habla dentro del recinto, sólo susurra y sintetiza, con la mala conciencia de estar cometiendo una falta. Que los monjes casi no hablen entre ellos no significa que estén callados. Todo lo contrario. Desde las seis de la mañana hasta las diez de la noche cantan sin cesar, en latín, vigilias, laudes, tercia, sexta y nona, vísperas y completas, además de las misas diarias, que son todas cantadas, y los rosarios vespertinos. Pero los jueves en la tarde tienen un recreo; pueden salir a pasear por el campo, siempre en grupo, y conversar entre ellos. El silencio es estricto en el refectorio a la hora de las comidas, durante las cuales un monje lee siempre en voz alta textos piadosos, vidas de santos o informaciones religiosas
La televisión y la radio están prohibidas pero el monasterio recibe dos periódicos –no pude averiguar cuáles–, de modo que los monjes no están totalmente desinformados de lo que ocurre al otro lado de esas altas murallas entre las cuales han elegido pasar el resto de sus vidas. Sin embargo, tuve la impresión de que lo que ocurre allá, en el siglo, no les importa demasiado. Si les importara, tal vez les sería más difícil aceptar esa existencia hecha de silencio, pobreza y soledad, de rituales y oraciones sin término, de tiempo que no fluye sino gira sobre sí mismo. Son unos días muy graves para España, tal vez los peores de su historia, cuando una conjura separatista parece a punto de provocar una catástrofe sin precedentes en el reino más antiguo de Europa; y, sin embargo, aquí, a mi alrededor, nadie parece alterarse con semejante perspectiva. Sólo en la misa del domingo el abad, con austeras palabras, pide unas oraciones para España y Cataluña.
Nadie parece aquí triste y mucho menos desesperado; es contagioso el entusiasmo y la alegría con que los monjes entonan los salmos en la iglesia, las bellas voces que se distinguen durante la rica liturgia. Hay algunos viejecitos entre ellos –y uno que “ha perdido ya la cabeza”– pero la mayoría están en la flor de la edad, como el bibliotecario que en la biblioteca del claustro me muestra, feliz, dos incunables y una primera edición de San Juan de la Cruz. Y como el abad, hombre sabio, muy culto, con el único que llego a tener un amago de conversación. En la orden, según él, funciona una genuina democracia; los monjes eligen a su abad y pueden también deponerlo cuando piensan que no está a la altura de sus funciones. Dentro de la regla de San Benito, cada comunidad se organiza como mejor le convenga, tomándose las mayores libertades, sin sujetarse a un único modelo. En ésta, por ejemplo, tanto para aceptar a un novicio como para admitirlo en el monasterio luego de los dos años de noviciado, es preciso que al menos tres cuartas partes de los monjes lo aprueben. No todos los monjes son sacerdotes; los que lo son han debido seguir, luego del noviciado, un mínimo de seis años de estudio de teología, siempre lejos del lugar en el que luego vendrán a enclaustrarse.
¿Muchos abandonan? Poquísimos. La razón, según mi interlocutor, es que no es nada fácil ser admitido en la comunidad; ésta debe estar convencida de que hay una verdadera vocación en el aspirante, una conciencia clara de lo que va a perder y de lo que va a ganar. Cuando resulta más o menos evidente que no está en condiciones de continuar, la comunidad se adelanta a persuadirlo de que abandone, pues hay otros modos de buscar a Dios y de servirlo.
¿Puede apreciar cabalmente un agnóstico como yo lo que significa la entrega de estos hombres (y mujeres, pues la regla de San Benito regula también muchos monasterios de monjas de clausura) a su fe? Seguramente, no. Es probable que sólo se pueda entender que haya quienes eligen un destino de aislamiento, frugalidad, rutina y espiritualidad tan extremados, si se cree que hay otra vida después de ésta, en la que un ser supremo sanciona el mal y recompensa el bien, y que este es el mejor camino del perfeccionamiento y la salud.
Lo que un agnóstico puede entender y admirar en este lugar y en estas personas es lo que T.S. Eliot llamó la continuidad de la cultura y la importancia que para la civilización tienen las formas. San Benito no fue sólo exponente mayor de una creencia religiosa, sino el adelantado de una manera de ser, de creer y de actuar que cambiaría la historia del mundo, echando los fundamentos de una sociedad más libre y más justa de las que había conocido la humanidad hasta entonces, de una cultura que dejaría una huella trascendente en la historia. Ella estuvo cargada de violencia, por supuesto, y, también, de injusticias, como todas las historias. Pero evolucionó, fue dejando atrás lo peor que había en ella, el fanatismo, la intolerancia, los prejuicios, fue aprendiendo a coexistir con quienes la criticaban y negaban, y, al mismo tiempo, dejando testimonios en las artes, en la literatura, en la filosofía, en las costumbres, de unas formas que distinguían lo bello de lo feo y de lo horrible, lo malo de lo bueno, lo aceptable de lo inaceptable. Esa cultura ha hecho el mundo más vivible para millones de millones de personas. Por eso la supervivencia de semejante pasado en un presente tan confuso como el nuestro es necesaria, una manera de evitar retroceder de nuevo a la barbarie. Esto no es imposible. España ha estado a punto de vivir en estos días esa regresión a la pura barbarie que es el nacionalismo, un retroceso a épocas que parecían superadas y que sin embargo seguían siempre ahí, amenazando desde las sombras con resucitar odios y enemistades, el viejo fanatismo que está detrás de todas las matanzas.
Estos monjes acaso no lo saben, pero, haciendo lo que hacen, mantienen vivas las raíces de nuestra civilización, nos defienden de la desintegración política y moral, del retorno al salvajismo primitivo, ese mundo de instintos en libertad en el que, según la metáfora de Georges Bataille, en la jaula en que vivimos todos los ángeles podrían ser devorados por los demonios.
Ha sonado el silbato. Dentro de cinco minutos, exactamente, empezará a sonar el órgano y estallarán los cantos gregorianos.
Madrid, noviembre de 2017