Escribe: Mario Vargas Llosa
Premio Nobel de Literatura
Yehuda Shaul tiene 33 años pero parece de 50. Ha vivido y vive con tanta intensidad que devora los años, como los maratonistas los kilómetros. Nació en Jerusalén, en una familia muy religiosa y es uno de diez hermanos. Cuando lo conocí, hace 11 años, todavía llevaba la kipá. Era un joven patriota, que debió destacar en el Ejército mientras hacía el servicio militar, pues, al cumplir
los tres años obligatorios, el Tsahal le propuso seguir un curso de comandos y estuvo un año más en filas, como sargento. Al retornar a la vida civil, igual que muchos jóvenes israelíes, viajó a la India, a lavarse la cabeza. Allí reflexionó y pensó que sus compatriotas ignoraban las cosas feas que hacía el Ejército en los territorios ocupados y que su obligación moral era hacérselo saber.
Para ello, Yehuda y un fotógrafo, Miki Kratsman, fundaron el 1 de marzo de 2004 Breaking the Silence (Rompiendo el Silencio), una organización que se dedica a recoger testimonios de exsoldados y soldados (cuyas identidades mantienen en secreto). En exposiciones y publicaciones destinadas a informar al público, en Israel y en el extranjero, exhiben la verdad de lo que ocurre en todos los territorios palestinos que fueron ocupados luego de la guerra de 1967. (El próximo año se cumplirá medio siglo de la ocupación). Textos y vídeos pasan, antes de ser expuestos, por la censura militar, pues Yehuda y su medio centenar de colaboradores no quieren violar la ley. Los testimonios recogidos superan el millar.
Hasta hace relativamente poco tiempo, gracias a la democracia que reinaba en el país para los ciudadanos israelíes, Breaking the Silence podía operar sin problemas, aunque fuera muy criticada por los sectores nacionalistas y religiosos. Pero, desde que entró en funciones el Gobierno actual –el más reaccionario y ultra de la historia de Israel- se ha desatado una campaña durísima contra los dirigentes de la institución, acusándolos de traidores y pidiendo que sean puestos fuera de la ley, en el Parlamento, por boca de ministros y líderes políticos y en la prensa. Y abundan los insultos y amenazas en las redes sociales contra sus fundadores. Yehuda Shaul no se siente intimidado y no piensa hacer ninguna concesión. Dice ser un patriota y un sionista y estar empeñado en lo que hace no por razones políticas sino morales.
Hay en la milenaria historia judía una tradición que nunca se interrumpió: la de los justos. Esos hombres y mujeres que, de tanto en tanto, surgen en los momentos de transición o de crisis, y hacen oír su voz, enfrentados a la corriente, indiferentes a la impopularidad y a los peligros que corren actuando de ese modo, para exponer una verdad o defender una causa que la mayoría, cegada por la propaganda, la pasión o la ignorancia, se niega a aceptar. Yehuda Shaul es uno de ellos, en nuestros días. Y, por fortuna, no es el único.
Allí está todavía, impertérrita, la periodista Amira Hass, que se fue a vivir a Gaza para padecer en carne propia las miserias de los palestinos y documentarlas día a día en sus crónicas de Haaretz. A ella le debo haber pasado, hace unos años, en la asfixiante y atestada ratonera que es la Franja, una noche inolvidable en casa de una pareja de palestinos dedicada a la acción social. Y su colega Gideon Levy, incansable escribidor, a quien encuentro, luego de un buen tiempo, siempre batallando por la justicia con la pluma en la mano, aunque con el ánimo menos enhiesto que antaño porque a su alrededor se encoge cada día más el número de los defensores de la racionalidad, de la convivencia y de la paz y crecen sin tregua los fanáticos de las verdades únicas y del Gran Israel que tendría, nada menos, que el respaldo de Dios.
Pero en este viaje he conocido otros, no menos limpios y valientes. Como Hanna Barag, que, a las cinco de la madrugada, en el cruce de Qalandiya, lleno de rejas, cámaras y soldados, me fue mostrando la agonía de los trabajadores palestinos que, pese a tener permiso y trabajo en Jerusalén, deben esperar horas de horas antes de poder entrar a ganarse el sustento. Hanna y un grupo de mujeres israelíes se apostan cada madrugada, ante esas alambradas, para denunciar las demoras injustificadas y protestar por los abusos que se cometen. “Tratamos de llegar hasta los jefes”, me dice, señalando a los soldados, “porque estos ni siquiera nos escuchan”. Es una anciana menudita y llena de arrugas pero en sus ojos claros brillan una luz y una decencia cegadoras.
Y también es un justo, aunque ni siquiera lo sospeche, el joven Max Schindler, a quien conozco en Susiya, una aldea miserable de las montañas del sur de Hebrón; es muy tímido y tengo que sacarle con sacacorchos que me diga qué hace aquí, rodeado de niños famélicos, en este lugar fuera del mundo al que los colonos de la vecindad vienen a cortarle los árboles y a destruir sus cosechas, y a veces a apalear a los vecinos, y sobre cuyas escasas viviendas pesa una orden de demolición. Es un voluntario, que se ha venido a vivir a Susiya –a sobrevivir más bien– por unos meses y dedica su tiempo a enseñar a los aldeanos el inglés. ”Quisiera que sepan que hay otro Israel”, me dice, señalando a los aldeanos.
Sí, lo hay, el de los justos, muchos, aunque no sean tantos como para ganar las elecciones. La verdad es que, desde hace años, las pierden, una tras otra. Pero no se dejan abatir por esas derrotas. Son médicos y abogados que van a trabajar a las poblaciones medio abandonadas y a defender en los tribunales a las víctimas de los abusos, o periodistas, o activistas de los derechos humanos que registran los atropellos y los crímenes y los sacan a la luz pública. Hay una asociación de fotógrafos por ejemplo, conformada por muchachas y muchachos muy jóvenes, que eternizan en imágenes todos los horrores de la ocupación. Me siguen a donde voy y no les importa caminar entre basuras malolientes y abrasarse de calor en el desierto, si pueden documentar con imágenes todo aquello que el Israel oficial oculta, y la gente bien pensante no quiere conocer. Pero, aunque la prensa oficial no publique sus fotos, ellos las exhiben en pequeñas galerías, en paneles callejeros, en publicaciones semiclandestinas. ¿Cuántos son? Miles, pero no lo bastantes para rectificar ese movimiento de opinión pública que va empujando cada vez más a Israel hacia la intransigencia, como si el ser la primera potencia militar del Medio Oriente –y, al parecer, la sexta del mundo– fuera la mejor garantía de su seguridad.
Ellos saben que no es así, que, por el contrario, convertirse en un país colonial, que no escucha, que no quiere negociar ni hacer concesiones, que sólo cree en la fuerza, ha hecho que Israel pierda la aureola prestigiosa y honorable que tenía, y que el número de sus adversarios y sus críticos, en vez de disminuir, aumente cada día.
Dos días antes de partir, ceno con otros dos justos: Amos Oz y David Grossman. Son magníficos escritores, viejos amigos y, ambos, incansables defensores del diálogo y la paz con los palestinos. Los tiempos que enfrentan son difíciles, pero ellos no se dejan abatir. Bromean, discuten, cuentan anécdotas. Dicen que, hechas las sumas y las restas, ninguno podría vivir fuera de Israel. Gideon Levy y Yehuda Shaul, que están presentes, se declaran de acuerdo. Vaya, menos mal, en todos los días que llevo aquí es la primera vez que un grupo de israelíes se pone totalmente de acuerdo en algo.
Jerusalén, junio de 2016.
(la república)